La historia de
la humanidad es también la historia de sus mitos; aun recopilando sólo los más
difundidos supone una tarea denodada. A las supersticiones generalizadas,
patrimonio común de una o varias culturas quedan por añadir las individuales,
las que casa ser humano forja para su uso personal, al compás de cuanto las experiencias
de su vida le han señalado como propicio o nefasto para él. Así fulanita,
soltera impaciente por formar pareja, comprueba que cada vez que se viste de
violeta las cosas no le van bien con los hombres, acabará por atribuir la
circunstancia al color y proscribirá el violeta de sus vestidos y accesorios.
Al establecer una ecuación personal de lo que resulta adverso (violeta=mala
suerte con el sexo opuesto) ha fundado
su propio tabú…
Derramar la sal
Echá tres
puñaditos por sobre el hombro izquierdo, así ahuyentás la mala suerte...
¿Cuántas veces escuchó esto o fue protagonista del famoso gesto? Incontables,
¿verdad? Es que la superstición está enraizada en nuestra vida cotidiana, casi
imperceptible, pero ahí está. En cosas minúsculas, en los procesos gestuales que
nos acompañan o forman parte de nuestra personalidad. No hay forma de
desprenderse de costumbres profundamente arraigadas. Algunas llegan desde la
noche de los tiempos; hemos olvidado su origen, su primigenio significado, su
esencia. Pero están ahí, en mayor o menor grado; no podemos deshacernos de
ellas.
La sal y sus
connotaciones sumamente valiosas en la antigüedad, hicieron que se la
considerara hasta como elemento de trueque, y en no pocas ocasiones tuvo el
valor de la moneda. A los esclavos romanos manumitidos se les entregaba una
cantidad determinada de sal, a modo de pago por sus servicios. De ahí deriva el
término salario, que usamos habitualmente sin poner mayor atención a su
etimología.
Derramar sal
constituía un incalificable derroche, porque se la traía desde lugares muy
lejanos y casi desérticos, en lentas caravanas. Cada vez que tome el salero y
le eche sal a la comida –cuidado con la presión arterial- recuerde, entonces,
la antigua prosapia del condimento y piense que lo de la mala suerte, en
realidad era volcarla por la pérdida que representaba.
Cruzar los dedos
Cuando se formula un deseo, se dice una mentira o se encuentra uno ante
un peligro, es costumbre cruzarlos dedos, concretamente el mayor sobre el
índice.
El gesto, que evoca una cruz, conjura la mala suerte y aleja las
influencias maléficas, según los supersticiosos. Desde los primeros tiempos del
cristianismo se creía que, replegando el pulgar bajo los otros dedos, se
alejaba a los fantasmas y malos espíritus, o bien haciendo esa operación con
las dos manos y dejando que el pulgar asome entre el índice, dedo consagrado a
Júpiter, y el mayor, dedo del pecado dedicado a Saturno. No obstante, algunos
autores piensan que, aunque el simbolismo de la santa cruz en este gesto
resulta obvio, el origen primero es mucho más primitivo que la cruz cristiana y
se remonta a los más antiguos tiempos paganos.
Cruzar los dedos de uno es un gesto de mano de uso general para la buena
suerte. Lo cual tiene sentido, ya que fue utilizado durante la antigua
persecución cristiana por los creyentes para identificar otros creyentes como
un signo de la paz. Hoy, sin embargo,
esto ha evolucionado para excusar la narración de una mentira blanca, que
pueden tener su origen en la creencia de que el poder de la cruz cristiana
puede salvar a una persona de ser enviado al infierno por decir una mentira.
Antes de la era cristiana, existía la costumbre que dos personas enlazaran
sus dedos índices formando una cruz para expresar un deseo; una apoyaba a la
otra mentalmente para que éste se cumpliera. La cruz, en la era precristiana,
siempre ha sido el símbolo de la perfección y en su unión residían los
espíritus benéficos. La costumbre se ha ido simplificando hasta nuestros días,
donde se da por valido con cruzar dos dedos de una mano.
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