Cooperativa Electrica
lunes, 11 de noviembre de 2013
Pueblo chico, festividad grande... por Huily Rivarola...
Comienza a caer la tarde entrerriana del 25 de febrero en Aldea San Antonio, departamento Gualeguaychú, y poco a poco la gente va ocupando las calles enripiadas, preparándose para el gran acontecimiento del pueblo, la decimosexta Fiesta del Inmigrante Alemán.
Mientras camino por la avenida principal voy saludando a mis conocidos como es acá la costumbre, y observando a mi alrededor. Todo está vestido con los colores alemanes, rojo, negro y amarillo, entrecruzándose con las flamantes banderas albicelestes. Cuando logro llegar a la Plaza del Inmigrante, un par de pequeños con cabellos dorados y ojos azules pasan corriendo delante de mío con banderitas alemanas en sus manos. Son los mellizos Luciano y Luciana. Él corre con un solo tirador en su hombro y con el otro deslizándose por su brazo, pero parece no importarle, solo quiere escapar de su hermana que lo persigue incansablemente mientras sus trenzas vuelan con el escaso viento al igual que su hermoso
vestido verde con puntillas. Su madre los mira con ternura, ella también viste con ropa típica y tras un
gesto con la mano, los llama para que presten atención al acto inaugural que está por comenzar.
Nuestra aldea ha recibido la grata visita del embajador de Alemania y del vicegobernador de la provincia, que tras un venerado discurso declaran a la fiesta de interés cultural y se muestran deseosos de participar del 123º aniversario que recuerda la llegada de aquellos inmigrantes alemanes, provenientes de Rusia a tierra argentina.
Ya de muy pequeña yo había participado de este gran cumpleaños de la aldea. Lucía la misma vestimenta que ahora usaban sonrientes las niñas del grupo de baile infantil.
Cuando se oye el doble sonar de los palillos de la batería de la orquesta, la multitud de lugareños y de
los alrededores se aproxima a la calle acompañando con palmas la polka del barrilito de cerveza, para seguir a la camioneta que lleva a los músicos. La camioneta avanza y detrás la siguen la Guardia de Honor local, los grupos de baile, una carroza que representa una tradicional carneada interpretada por aldeanos vestidos con ropa de época, y un carro ruso que trasporta a las ocho postulantes a reina de la fiesta que saludan alegremente incorporándose a la emoción de todos. Me sumo a las palmas y me ubico detrás del ballet de
la Asociación Alemana Gewhonheit de niños y el de adolescentes y adultos del que una vez fui parte
.
Mientras tanto voy ayudando a las maestras de baile a ordenar a los pequeños que cuadra tras cuadra buscan dispersarse. Miro a mi alrededor y todo es alegría y color. Así lo expresa Bernardo, un aldeano que lleva una jarra de cerveza que vuelca a medida que hace sus pasos de baile alemán. --Vamos a bailar bastante, varias polkas --me dice sonriendo.
Sin duda, la aldea está de fiesta y no existe una sola casa en que la gente no salga a la puerta para ver
pasar a los protagonistas del desfile.Al doblar la calle Entre Ríos empiezan a asomarse las enormes banderas que decoran al club, y en el patio se logra ver la pantalla gigante que sobresale ofreciendo las imágenes en vivo del desfile a quienes están esperando allí desde temprano para guardar sus asientos y comenzar a degustar las sabrosas comidas.
Mientras, en la parrilla se asan hace unas horas los lechones para preparar la prode (comida alemana hecha
con cerdo, papa y batata asada). En pocos minutos los alrededores del club se han colmado de automóviles, volviéndose una travesía hallar un estacionamiento cercano.Ahora la fiesta comienza allí. La pasión y el
orgullo por las raíces alemanas se exteriorizan aún más una vez dentro del salón. Todos buscan una pareja y me uno con ellos casi por inercia en los pasos del vals tradicional.
Las orquestas se ubican en sus respectivos lugares, en los que acorde tras acorde hacen vibrar las paredes
del club formando un eco que se hace oír en toda la localidad. -- ¡Über den Tanz! –-grita el cantante de una
de las orquestas, que significa ¡arriba el baile! Mi pareja de baile es un amigo que hace tiempo no veía, y tras haber conversado con él sobre nuestras vidas universitarias; charla que generalmente mantienen dos amigos que se han ido a estudiar a diferentes lugares, lo despido y busco un lugar en un asiento cerca de la puerta de entrada. El ir y venir de los mozos subiendo y bajando por las escaleras es continuo.
Recuerdo haber realizado el mismo trabajo alguna vez para colaborar con el club, llevando idénticas bandejas con platos repletos de prode. Mientras que afuera ya hay personas que se apresuran para hacer fila y saborear una cerveza artesanal, chop alemán o unos exquisitos kraut pirok. La pista se despeja para elegir a quien será durante todo el año la reina de nuestra fiesta del inmigrante, y para que los ballets ofrezcan sus danzas típicas, como La voladora, en la que las mujeres vuelan colgadas de los hombros de sus parejas que giran sobre sí mismos, provocando el asombro de más de mil espectadores.
El baile continúa y a medida que trascurren los minutos observo que empieza a reducirse la cantidad de
gente. Ya muchos deciden partir hacia sus hogares dominados por el cansancio, el calor y algunos por
haber bebido demasiado. Para la seis de la mañana solo quedan los organizadores, los integrantes de la comisión del club y algunos que colaboran apilando sillas. Mañana esperará un largo día de limpieza para muchos, mientras que para mí y para el resto de la gente solo queda esperar la llegada de la siguiente fiesta el año próximo.
Aunque la nostalgia se haga presente, como les pasa a la mayoría de los aldeanos que nos vamos lejos, me
voy con la seguridad y la alegría de que las costumbres que marcaron la vida de mis antepasados todavía siguen conservándose en nuestra querida Aldea San Antonio.
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