Oriundos de Santa
María, Apolonia Rigelhof y Jacobo Dreser, emigraron, a mediados del siglo XX,
al Valle de Río Negro. Donde una vez afincados, la familia logró prosperar y
desarrollar su destino en base a los nobles valores ancestrales heredados de
sus ancestros. Teniendo varios hijos, entre ellos, Ramón Osvaldo, quien en su
juventud buscaría nuevos horizontes afincándose en Colonia Chapultepec,
Cuernavaca, Estado de Morelos, MÉXICO. Dejando en la Argentina, especialmente
en Santa María, a muchísimos familiares que lo rememoran con nostalgia añorando
aquel tiempo feliz de la niñez. Un tiempo que revive, con toda su carga
emotiva, en esta bella historia que Ramón Osvaldo escribió y me lo entregó en
la entrevista/charla que tuvimos allá por el año 1991 y que Nuestras Colonias vuelve
a publicar, pues esas cosas nunca pierden vigencia, están siempre guardadas en
el fondo del corazón...
Recuerdos
de mi infancia
Corría el año 1948, yo tenía cinco años y era mi primera
visita a Santa María, desde que habíamos emigrado al Valle de Río Negro. Íbamos
a las fiestas Kerb de la santa patrona del pueblo, allí donde vivían y viven
aún los descendientes de alemanes del Volga.
Abordamos el tren en Cipolletti, mi mamá Apolonia
Rigelhof, mis hermanos Rosa, Alfredo y yo, por supuesto. Papá Jacobo Dreser se
quedó en la chacra para cuidar la casa y los animales domésticos. Nos
acomodamos en un vagón de segunda clase con asientos de madera; yo estaba
feliz, la nariz pegada al vidrio de la ventana viendo pasar los postes
telefónicos y uno que otro ñandú.
Al anochecer llegamos a Bahía Blanca y mamá nos llevó a
un hotel para pernoctar. Fue una noche terrible; nunca había dormido fuera de
casa, ni en una cama tan grande, ni en una habitación tan fría y vacía... lloré
casi toda la noche... tenía miedo...
A la mañana siguiente, después del café con leche,
tomamos otro tren con rumbo a Coronel Suárez y nuevamente me animé. Otra vez
los postes telefónicos, pero ahora con sus lindos nidos de pájaros hornero. Más
allá, vacas y vacas pastando tranquilamente.
Yo no me despegaba de la ventanilla, esperaba ansioso
alguna curva de la vía para observar la locomotora y su columna de humo negro
que salía por la chimenea. Llegamos a Coronel Suárez y abordamos un colectivo
con rumbo a la Colonia 3 (Dritt Konie).
El autobús era un nido de loros, mi mamá se encontró con
varios conocidos; se besaban, lloraban y hablaban ¡Sakrament, cuánto hablaban!
En alemán, desde luego. El colectivo hizo paradas en la Colonia 1, Santísima
Trinidad, y en la Colonia 2, San José, en ambas bajaron unos y subieron
otros... Más conocidos, más besos...
Por fin llegamos a nuestra querida y famosa Colonia 3. El
colectivo se detuvo en la terminal, frente a una “plaza”, eran como las cuatro
o cinco de la tarde. Tomamos nuestras valijas y enfilamos hacia la casa de mi
tía Catalina Rigelhof de Krenz, que estaba ubicada en el barrio de la
Manchuria, en los linderos del pueblo, donde empezaba el campo que en esa época
estaba destinado para el pastoreo de ganado vacuno. (A ese rincón de la Colonia
se le llamaba sarcásticamente Manchuria, según mi mamá, porque siempre había
discusiones y peleas como en aquel lugar de Asia donde chinos, rusos y
japoneses se la pasaban peleando por ese territorio).
Íbamos caminando por las
calles de tierra y la gente nos miraba como a los bichos raros,
disimuladamente, desde las ventanitas. Pero algunas señoras con vestidos
cerrados hasta el cuello, largos hasta los tobillos y pañuelo en la cabeza,
salían de sus casas y se paraban en medio de la calle para observarnos.
Parecían estatuas, no se movían ni pestañaban, la boca cerrada... sólo nos
miraban...
Llegamos a la casa de tía Cat, nos recibió llorando y
repartió besos a todos, especialmente a mí que era el más chiquito, eran besos
al mejor estilo ruso: en plena boca y bien sonantes.
La casa era de adobes, en el patio alcancé a ver un horno
de barro para hacer pan, un improvisado gallinero con gallinas de varios
colores y un gallo colorado, grandote, con cara de pocos amigos. Más allá, una
casucha techada donde había almacenada... ¡bosta seca de vaca! “¿Y eso para
qué?”-pensé, “¿para mejorar la tierra de la quinta? No creo, no hay quinta.”
Pasamos. Adentro nos estaban esperando un montón de
ruidosos primos, primas, otras tías y vecinas vestidas igual que aquellas
mujeres curiosas que describí. Los hombres aún no habían regresado del campo.
Todos estábamos reunidos en una habitación grande con piso
de cemento que funcionaba como sala-comedor, había mucho humo, olía a... ¡nooo,
no puede ser! Curioso me arrimé a la cocina de hierro y vi que el combustible
utilizado era... ¡bosta de vaca! ¡Sakrament!
Al anochecer llegaron los tíos, después de los besos y
abrazos se encendieron las lámparas de kerosene y empezó la ceremonia del mate
(matte kuie). Sobre la mesa había pan casero y una bonita azucarera de cerámica
con terrones de azúcar para que los niños y mujeres endulzaran su boca durante
la mateada.
Sobre la mesa había pan casero y una bonita azucarera de cerámica con terrones de azúcar para que los niños y mujeres endulzaran su boca durante la mateada. En eso, tía Catalina se dirigió a la cocina, tomó un trapo, abrió la puerta del horno y sacó una bandeja llena de semillas de girasol que dejó en el medio de la mesa. “Obviamente no son para sembrar”- pensé. Enseguida, uno a uno fueron tomando puñados de semillas, observé a mi primo Juan Krenz: con bruscos y rápidos movimientos de su brazo disparaba las semillas hacia su boca... se oía un ¡clac!: escupía las cáscaras y al mismo tiempo masticaba la pepita: ¡sakr! ¿Cómo lo hacía?
En eso, tía Catalina se dirigió a la cocina, tomó un trapo, abrió
la puerta del horno y sacó una bandeja llena de semillas de girasol que dejó en
el medio de la mesa. “Obviamente no son para sembrar”- pensé. Enseguida, uno a
uno fueron tomando puñados de semillas, observé a mi primo Juan Krenz: con
bruscos y rápidos movimientos de su brazo disparaba las semillas hacia su
boca... se oía un ¡clac!: escupía las cáscaras y al mismo tiempo masticaba la
pepita: ¡sakr! ¿Cómo lo hacía? Lo intenté. La primer semilla se fue contra mi
ojo y la segunda a la cabeza de mi hermana Rosa que estaba sentada detrás de
mí. Alguien me enseñó una técnica para principiantes: tomé una semilla con los
dedos, abrí la boca bien grande, la coloqué de punta entre dos muelas y la
presioné con cuidado. ¡Listo! La semilla se abrió en dos y... ¡qué problema!
¿Dónde quedó la pepita? Busqué con la lengua, hurgué con
un dedo, ¡qué lío!... mejor escupí todo. “¡Chancho!”- me dijo Rosa que siempre
me estaba vigilando. Le saqué la lengua, tomé un terrón de azúcar y me fui al
otro lado de la mesa... Cras, cras, cras... ¿Qué estaba pisando? Bajé la vista,
el piso estaba tapizado con cáscaras de girasol: interesante. Me puse a caminar
entre la parentela... Cras, cras, cras... Otro terrón de azúcar y... cras,
cras, cras...
Y así, entre charlas, juegos, mates, girasoles, leche y
pan casero llegó la hora de dormir. Todos los niños pasamos a un cuarto, éramos
como ocho mocosos, rezamos y nos metimos en la cama: yo compartí una con mis
hermanos y un primo. Fue una noche maravillosa, ahí estaba yo con mi familia,
con mi raza, gente cariñosa, honesta y trabajadora. Sonreí y así me dormí...
Para mis hermanos
Rosa y Alfredo, compañeros de tantas y tantas aventuras... ¿Recuerdan ese
viaje? Cuando íbamos en el tren, esperábamos a que mamá se durmiera para salir
de excursión por todos los vagones...
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