“Anochece y es hora de encender la cocina a leña, decía
mi madre. Al poco tiempo, mi padre llegaba del campo y había que ayudarle en la
descarga de aperos y recolecciones; entonces, dábamos de comer a los animales,
cerrábamos las puertas y nos reuníamos, todos, frente a la cocina. A todo esto,
no faltaba el siempre eterno “puchero” donde se cocinaba alguna cosa para comer
de caliente. Colocábamos las cacerolas y en la sartén de tantos y tan buenos
sabores, se freían papas carne o lo que terciase. ¡La familia reunida en el
hogar formando aquel semicírculo mágico que ahora añoro y vale la pena recordar!...
Usábamos unas sillas de madera bajitas, la mayoría heredadas y otras arregladas
por el carpintero. Los sitios estaban jerarquizados y todos queríamos el
rincón; al menor descuido, allí estaba yo. Mientras la cena se preparaba,
aprendí matemáticas, sumando precios de terneros o conejos, y alta economía,
con las fluctuaciones de las cosechas; de relaciones sociales, poniéndote a la
última de lo que por el pueblo se decía; la literatura y viajes los ponía el
abuelo con sus historias que luego comparé con las que me enseñaban en la
escuela. ¡Alta filosofía fue cada momento vivido en aquella asamblea frente a
las cocina a leña de mi infancia!...
Alimentábamos aquel fuego sagrado con leña hachada, tronquitos o lo que había a
mano ese día. La radio, cuando no se le iba la onda, nos ponía al tanto de lo
que pasaba fuera. Mi gato nos hacía cosquillas entre las piernas cuando no se
despanzurraba, invitándonos a dormitar en aquella paz que todo lo envolvía. La
noche nos iba abrazando en su oscuridad cortada por aquellas llamas. ¡Qué frío
entraba por la espalda! ¡Y qué mal lo
pasaba si tenía que ir al galponcito o hacer aquellos recados interminables al
almacén! Corría poseído por volver enseguida al santuario y refugio de aquellas
brasas…
Ese fuego que además que quitaba el frío, servía también
para que las gentes se uniesen en torno a él y hablasen de cómo les había ido
el día, a la vez que comían, cenaban, o simplemente charlaban con un mate
(legado argentino) y comían girasoles…
¡Y mira que se aprovechaban! Tanto que su carbón
alimentaba la eterna cocina a leña y era la mejor secadora para la ropa de mis
saltos por los charcos y las botas embarradas. ¡Menudo tenderete se preparaba
en los días de lluvia y tras la colada que mi madre había traído, a la cabeza,
desde la quinta junto a los últimos chismorreos del vecindario, porqué se
juntaba todo el vecindario lindante! ¡Aquello sí que eran noticias frescas!...
Sabía que teníamos visita, y su categoría, cuando me
pedían echara tal o cual leña extra, pues lo normal era aprovechar aquellos
palitos fruto de la poda o todo aquello que se reciclaba, rondaban a su vera
artilugios varios que me enseñaron arqueología y técnica como las susodichos
soportes, las tenazas de la bisabuela, el “aventador” para que prendiera, el
caldero del mata cerdo donde se preparaban los mejores mejunjes…sin olvidar
aquellos cacharros de barro, heredados de la tatarabuela, que las comidas
alemanas daban un punto que ahora no se consigue ni con la mejor vitro cerámica…
Teníamos una cocina grande, con un gran horno lleno de
recuerdos, donde ni el frío cabía al apretarnos tanto. Aún me parece oler aquel
humo y ver como mi padre tiraba de la ‘leña’
para mejor avivarla. Allí se leían las cartas de mi hermano en la milicia,
oí las mejores historias y el abuelo me hacía soñar con sus batallas y penurias
pasadas. Un diálogo mágico al baile de aquellas chispas: “No juegues con el
fuego o te mearás en la cama”; “pide un deseo al vuelo de ese trozo”…Y
ocupábamos nuestras manos desgranando la “maíces”, partir nueces, pelar tomate
para la conserva u otros menesteres caseros que hacían la delicia de toda la
familia…
Y me enseñó mucho del trato; tanto, que él no bienvenido
no pasaba de la entrada de la casa pero sí, era costumbre, y mejor gesto,
convidar al amigo con un: “Pasa a sentarte en la cocina… Hacerle sitio…
“caliéntate”… sin prisas… “contá.”…
En aquel tiempo, ignorante de mí, alucinaba cuando el
visitante de turno, al rato de estar sentado, nos decía la suerte que teníamos
de aquella vida. No le entendía y envidiaba el que viviera al lado de un mar
que sólo conocía por las postales, que su casa tuviera ducha y comodidades y
verme entre trenes y ciudades ¡Ahora reconozco sus risas al contárselo y el que
no tuviera prisa por marcharse!...
Y despertó mis instintos de goloso y delicado con todas
aquellas recetas que aprendí en un constante ir venir de cacharros y asados al
calor de aquella leña: el asado al horno, el filsell, y todas las exquisiteces
que se heredaban de generación en
generación…
Pero para mí el fuego significa compañía, ya que aunque
estaba sola siempre el estaba ahí haciéndome las horas bastante más cortas y
dándome una paz con solo mirar su color tan intenso y dejándome tocar sus
cenizas con un palo mientras colocaba leña nueva…
¡Echo de menos aquel
calor humano de antaño!
Usábamos unas sillas de madera bajitas, la mayoría heredadas y otras arregladas por el carpintero. Los sitios estaban jerarquizados y todos queríamos el rincón; al menor descuido, allí estaba yo. Mientras la cena se preparaba, aprendí matemáticas, sumando precios de terneros o conejos, y alta economía, con las fluctuaciones de las cosechas; de relaciones sociales, poniéndote a la última de lo que por el pueblo se decía; la literatura y viajes los ponía el abuelo con sus historias que luego comparé con las que me enseñaban en la escuela. ¡Alta filosofía fue cada momento vivido en aquella asamblea frente a las cocina a leña de mi infancia!...
Alimentábamos aquel fuego sagrado con leña hachada, tronquitos o lo que había a mano ese día. La radio, cuando no se le iba la onda, nos ponía al tanto de lo que pasaba fuera. Mi gato nos hacía cosquillas entre las piernas cuando no se despanzurraba, invitándonos a dormitar en aquella paz que todo lo envolvía. La noche nos iba abrazando en su oscuridad cortada por aquellas llamas. ¡Qué frío entraba por la espalda! ¡Y qué mal lo pasaba si tenía que ir al galponcito o hacer aquellos recados interminables al almacén! Corría poseído por volver enseguida al santuario y refugio de aquellas brasas…
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