"Quién salva una vida ha salvado al mundo”
Una vez, casi al final de la guerra, los SS metieron a ciento veinte trabajadores de Golelszow, una cantera y fábrica de cemento situada en el interior de Auschwitz, en dos vagones de ganado cuando desmantelaban el campo. El viaje duró más de diez días. Los prisioneros estaban encerrados, el hielo bloqueó herméticamente las puertas; no tenían comida. Ningún campo de concentración los aceptó, era el furioso exterminio de los últimos días. Una madrugada, a fines de enero, los dos trenes quedaron abandonados n la estación de Zwittau...
Se oían gemidos desde adentro y esa fría mañana de 30 grados bajo cero, más de cien sobrevivientes aparecieron detrás de una pirámide de cadáveres congelados cuando nuestros hombres cortaron la capa de hielo que los cubría. Parecían esqueletos que caminaban. Yo no lo vi salir del vagón. Me acerqué con mis dos perros y el comandante me llamó: “No vaya, señora –me dijo-, el espectáculo es terrible. Usted no va a poder sacárselo nunca de su cabeza si lo ve”. Se acercaba el fin...
Un telegrama nos advirtió sobre el avance ruso y la necesidad de hacer una selección de los prisioneros: eliminar a los viejos y enfermos y trasladar a los más jóvenes. Hasta que llegó el 7 de mayo y la rendición de Alemania. Nosotros dejamos la fábrica a las dos de la mañana del 9 de mayo, y a las ocho llegaron los rusos...
Corríamos peligro, la agresividad contra los alemanes era grande y ¿cómo explicábamos que habíamos salvado a los judíos, que no habíamos sido cómplices de los nazis? Nadie nos creería. Nuestros trabajadores habían quedado en libertad la noche anterior, pero nosotros éramos alemanes y nos iban a fusilar sin la menor explicación. Los rusos eran terribles...
Llegaron llenos de odio contra los alemanes, un odio justificado por lo que Hitler les había hecho y por la forma en que los nazis aniquilaron a los prisioneros en la Unión Soviética. Y presencié la violación de varias mujeres, inclusive por más de diez hombres. La única salvación fue hacernos pasar por judíos polacos de nuestra propia fábrica. Partimos en un coche y camión. El coche era un Horch y no tenía diamantes en el tapizado, como dijeron muchos; no llevábamos casi nada. Un grupo de judíos nos acompañó. Llegar a territorio americano fue toda una proeza. Estábamos muertos de miedo. Viajamos en tren, en coche...
Destruimos nuestros documentos, sabíamos que Schindler era buscado y era mejor que ignoraran nuestro apellido; los papeles nos podían delatar. Nuestros argumentos tampoco sirvieron en la Cruz Roja, donde habíamos llegado a pie: detuvieron a Oskar y estuvo a punto de ser fusilado. Pasamos doce días en la cárcel y por suerte encontramos a un hombre que conocía toda la historia de la fábrica y dio su testimonio. El nos salvó la vida y consiguió el permiso para llevarnos a la zona americana.
(continuará)
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