“Quién salva una vida ha salvado al mundo”
Todo eso quedó atrás cuando me mudé con Oskar a Zwittau y comencé a vivir como una señora casada de ciudad. Vivíamos en la casa de sus padres, junto a su mamá, Fanny y su hermana Egfride, una chica de trece años que se me pegó como una estampilla; su madre estaba enferma, yo la cuidaba y también era la única que se hacía cargo de la chiquita. Oskar fue cambiando en poco tiempo, sus modales dulces de la luna de miel. Salía casi todas las noches, viajaba, jamás estaba en casa, y mi amor fue convirtiéndose en frialdad, una frialdad que fue lo que hizo que pudiera permanecer mucho tiempo a su lado a pesar de sus infidelidades constantes; llegaron a no importarme.
Jamás quise que mis padres se enterraran de que mi matrimonio era un fracaso. Yo visitaba de vez en cuando la casa donde había sido tan feliz y mantenía mi cruz en silencio. Mi mamá murió de un día para el otro en 1938 y fue el dolor más profundo de mi vida, saber que no la tenía más. Ella fue quien me protegió, me daba dinero a espaldas de mi padre y ese dinero sirvió muchas veces para mantener nuestra casa y hasta para que Oskar comprara un coche, una de sus pasiones, como las motos. El adoraba las máquinas.
El mundo estaba cambiando bajo la sombra de Hitler y se olía en el ambiente. Mi mundo también. Mi padre murió cuatro meses después que murió mi madre, y yo sólo me consolé pensando que por lo menos no vieron lo que pasó después, el espanto que nos tocó vivir en la Segunda Guerra Mundial.
(continuará)
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