“Quién salva una vida ha salvado al mundo”(Talmud)
Aprendí desde chica a jugar con la vida, con los animales que correteaban por la granja de mis padres: chivitos, conejos, gatos, perros; tuve de todo. Jamás jugué con muñecas, no me gustaban las cosas muertas.
Tenía 7 años cuando empezó la Primera Guerra Mundial; mi papá partió al frente y yo me quedé con mi abuela, mi hermano y mi mamá. Lo veía cuando venía, los días de licencia, pero estaba cada vez más enfermo y finalmente volvió con malaria. Me acostumbré a verlo débil, pálido y sin poder trabajar.
Yo tenía 8 años cuando empecé a cuidar las aves, sabía donde ponían los huevos las gallinas, las seguía y los recogía de todos los escondites. También pasaba largas horas en el bosque; conocía cada planta, cada animalito y sabía que hora era de acuerdo a como entraba la luz por entre las hojas.
Me levantaba bien temprano para ir al colegio y después, a la vuelta, me dedicaba al campo. Por eso cuando fui mayor decidí estudiar agricultura. Aprendí a hacer pan, yogur, queso; hacía de todo. Mis padres tenían dinero y personal de servicio, pero mi madre me enseñaba a abastecerme sola: “Ellos no están para servirte a vos”, me decían, y fui independiente, autónoma.
Recuerdo el gran techo a dos aguas de piedra por donde resbalaba la nieve en invierno, el horno de pan, donde amasaba panes de hasta doce kilos, y mis carritos. Mi papá me regalaba dos chivitos por año. Y yo los hacía guiar un carrito. Me gustaba, también, observar los animales salvajes del bosque: zorros, liebres. Los esperaba largo rato hasta que aparecían, o juntaba guindas y hongos los días de lluvia. Conocía a la perfección que hongos podía recoger y cuales no, por el color.
Distinguía por el canto a los pájaros del bosque, y cortaba ramas de abedul para celebrar ritos germánicos los primeros días de mayo. Las guardábamos dentro de la casa para ahuyentar a las brujas y prendíamos fogatas y bailábamos cada vez que venía o se iba el sol.
Continuará)
Foto 1:
Emilie Pelzl de Schindler. Ponía cara feliz cuando recordaba su infancia y juventud. Tenía una receta para no pensar: trabajar mucho.
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