Los varones tenían juegos más intrépidos: trepar hasta lo más alto de la rama de un árbol. Vigilantes y ladrones, éstos perseguidos por los vigilantes que corrían y corrían hasta quedar con la lengua afuera, sin haber logrado apresar al ladrón que disparaba como un gamo. El balero, las bolitas, los barriletes hechos por ellos mismos con papel de diario y cañas, en forma de estrella, flecos, la larga cola de tiras de trapos. Algunos de ellos ponía en el piolín una pequeña navajita para cortar el hilo al otro, que se venía abajo en picada. Interminables partidos de fútbol, las medias caídas, las camisas fuera del pantalón, chorreando sudor, muchas veces liándose a trompis, cosa de agotar energías
Los noviazgos, por supuesto no declarados sino que se daban por sobreentendidos; a los sumo, en un muro, dos nombres, el de la chica y el chico que ella se apresuraba a borrar, la cara colorada como un tomate.
En el primer grado llevábamos una pizarrita de la que pendían dos trapitos humedecidos y cuando se secaban se recurría a un poco de saliva en la pizarra para borrar el resultado equivocado de una cuenta; cuando volvíamos a contar con los dedos o ayudados por el ábaco o contador y comprobábamos que 3 más 5 no era 7 sino 8. El libro de lectura en el que hacíamos que leíamos cuando la verdad era que recitábamos de memoria, por tantas veces que lo habíamos releído.
De cada casa salían cinco, siete, diez chicos: las familias eran numerosas, las mesas muy largas y llenas de hondas cicatrices. Alrededor de aquellas mesas, a las horas de las comidas, los padres y nosotros que, con un apetito de lobo estepario devorábamos el guiso o el puchero que nos sabían a gloria. La madre ponía en una esquina de la meza la cazuela de barro y, de un solo cucharonazo, nos llenaba el plato hondo hasta rebasarlo.
Si el padre estaba de bueno humor, todo era reír, comentarios, barullo. Pero cuando lo veíamos de mal humor o preocupado, comíamos en silencio aunque tirándonos puntapiés por debajo de la mesa y agachando la cabeza para que él no nos viera tentados de risa.
¿Qué decir de nuestra madre? Bonita, de elegancia natural, dulce madre que vivía para y por su familia, trajinando en medio de las fatigosas tareas del hogar. ELLA, así, con mayúsculas, cómo explicarlo, representaba el pan, la sal, el fuego en rescoldo. Jamás ausente, de no haber encontrado la mesa al volver a casa hubiera sido menos notable que no encontrarla a ella, que se estaba ganando un lugarcito en el cielo.
Nos daban los domingos una moneda de cobre de dos centavos con la que comprábamos un puñado de caramelos “media hora” y ese día nos poníamos “paquetes” para salir a la vereda.
En verano, después de cenar, nos reuníamos en la esquina, debajo del farol a retomar los juegos suspendidos por la llamada a comer. Los mayores se sentaban a la puerta, a toma “el fresco” y conversar con sus vecinos, mientras los chicos correteábamos o hacíamos esculturas de barro y luego, las madres no obligaban a meternos en la tina con agua, que quedaba negra. Con la limpia de la regadera nos enjuagábamos y era poner la cabeza en la almohada y quedarnos “fritos”.
Dormíamos niñas con niñas, varones con varones, en cuartos separados. Los varones inventaban mil maldades para asustarnos, en cuanto se apagaba la lámpara a kerosene o se soplaba la vela. Se aparecían envueltos en la sábana blanca que agitaban y hacían ¡Buuuu! ¡Buuuu! Las hermanas, horrorizadas, pese a que sospechábamos que eran ellos, chillábamos como ratas hasta que el padre ponía orden. Ataban las mantas de nuestra cama con un piolín que llegaba hasta la otra pieza y cuando ya estábamos acostadas, poco a poco nos iban destapando. La que estaba cerca de la pared, la acusaba a la otra de destaparla, hasta que las dos quedábamos en cobijas.
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