Municipalidad de Coronel Suarez

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miércoles, 29 de junio de 2011

Los cuentos de la abuela... Aquellos días de mi infancia... Primera parte


 
Cuando yo era chica, no existían los aparatos de radio, los televisores, las muñecas que caminan, hablan, cantan; los autitos accionados a control remoto y tantísimos otros entretenimientos de la vida moderna.

En las familias ricas los chicos tenían juguetes valiosos, pero mis hermanos y yo, que éramos hijos de un obrero –inteligente y autodidacta- nos sabíamos de chiches convencionales. Los suplíamos con el ingenio de la imaginación y entonces podíamos ser reyes y reinas como grandes actores, piratas o lo que se nos antojara. Y, cuando representábamos un papel, doy fe de que nos metíamos en el personaje y lo vivíamos

Llegados de la escuela, a sacarnos el guardapolvo, el tazón de leche, hacer los deberes y a la calle a jugar toda la chiquillada sin que las madres tuvieran que preocuparse por el tránsito porque por nuestras calles sólo pasaban carros tirados por caballos viejos que avanzaban con toda la calma del mundo.

Las niñas, además de muchos juegos, jugábamos a las estatuas: estatuas lindas y feas. Nos poníamos en fila y estaba la encargada de tomarnos de la mano apartándonos de la fila, de una en fondo. Si era de lindas, lo primero, sonreír y en seguida, adoptar las posturas que nos parecieran más seductoras: inclinadas hacia adelante, los brazos extendidos, las manos con las palmas para arriba, sin abandonar la sonrisa como pegado con engrudo; erguidas, en puntas de pie, los brazos en forma de corona, los ojos mirando el cielo y la sonrisa; o, de rodillas, las manos juntas como si estuviéramos rezando. 

Además de lindas teníamos que parecer buenas y santas. Las feas: haciendo los cuernos, arrugando la cara, sacando la lengua, con los dedos de una mano tirándonos los ojos para abajo, con el índice de la otra subiendo a todo lo que daba la nariz, los ojos muy abiertos y bizqueando. Había que quedar horrorosa. La que nos sacaba de la fila era la jueza que dictaminaba por la más linda o la más fea y los fallos traían interminables discusiones, se protestaba alegando que había habido trampa porque la ganadora era la amiga del alma de la jueza.
 
El juego de las escondidas, la mancha común y la venenosa, el salto a la soga, la rayuela. Sacábamos a la vereda nuestras muñecas, casi todas hechas por las madres o abuelas, pobres muñecas de trapo, la cabeza de un pedazo de tela blanca y vieja, rellena de algodón, los ojos con hilo negro, la boca con rojo, el pelo, unos cuantos cabitos de lana de cualquier color. Sin cuerpo, brazos ni piernas, solamente más trapos que le colgaban desde el cuello. Pero aquellas muñecas hablaban, lloraban, reían, se hacían pis encima y había que pegarles palizas, si no querían dormir teníamos que cantarles y acunarlas. Y todo lo que hacían, lo veíamos palpablemente estimulado por nuestra frondosa imaginación.

Al almacén, haciendo paquetes en forma de empanadas y con cuernitos en los extremos. La tierra era el azúcar, yerba, fideos; la plata, trocitos de papel. El juego de las visitas, con muchos aspavientos: “¿Cómo está, doña María?, ¡qué sorpresa! ¿Y su esposo? Tome otra taza de té... faltaba más... saludos por su casa, no se pierda”: A la maestra, maestra sargentona y gritona. Al teatro representando roles de damas aristocráticas –ninguna de nosotras quería hacer el papel de sirvienta- hadas, princesas...

(continuará)

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