A diferencia de la
mayoría de las migraciones a la Argentina, la de los alemanes del Volga fue una
inmigración de familias sin o con escasos aportes de individuos aislados
Por ello se
caracterizaron por una estructura familiar propia, con familias numerosas de
tipo patriarcal. El hecho de emigrar con el grupo familiar hace que tenían una
menor necesidad de matrimonios mixtos, lo que produce una tenaz resistencia a
la asimilación.
Esto unido a que hasta
la segunda guerra mundial se mantenían las instituciones educativas donde se
enseñaba el alemán y el desarrollo del culto religioso en su propio idioma son
los principales factores de conservación del idioma de origen hasta nuestros
días.
Si teníamos la
oportunidad de visitar alguna de las colonias hace 30 años y caminar por sus
calles podremos escuchar a la gente hablando el alemán en forma habitual, o
seguir realizando sus fiestas tradicionales: la Kerb (día del Santo Patrono),
Die Schlachte (La carneada), Der Osterhas (Conejito de Pascuas), Die Ostereier
(los huevos de pascua) que las madres antaño decoraban artísticamente y
pintaban de varios colores que dejaban en los die nest (niditos) de pasto que los
niños habían preparado, hoy han sido reemplazados por los de chocolate...
También podremos
observar la arquitectura característica de esta etnia: edificaciones de
ladrillo, con puerta lateral y corredor al frente, en su mayoría con el techo a
dos aguas, paralelo a la calle. La casa construida en L con un techo que en su
parte baja termina en un corredor cubierto con el típico festón de chapa o
tallado en madera. La casa contaba con una cocina amplia, los dormitorios, la
despensa, el sótano, el galponcito-silo, el galponcito-leña, el establo, el
jardín, el gallinero y la huerta, además todas las casas contaban con un horno
de barro donde se horneaba el pan y las ricas tortas alemanas.
Esta estructura típica:
casa, puerta, portón, está edificada exactamente igual que en Hessen en Alemania
y después en Rusia, donde hicieron de sus casas un baluarte sin acceso por el
frente para defenderse de los lobos y mongoles. Detrás de sus portones, la
familia vivía aislada de la vista de los vecinos, dentro se vivía una vida
propia, familiar.
Se tomaba mate (que
reemplazó al samovar) con kreppel (versión teutona de la torta frita), se habla
un dialecto alemán del siglo XVII y en días de fiesta se escucha el acordeón
desgranando mazurcas, polcas y schottis.
En el medio de la aldea
veremos la iglesia de líneas góticas, principal edificio del poblado. Mientras
los criollos adoptaron el carro ruso, la polca y el kreppel y cambiaron la
galleta porteña por el esponjoso pan casero, los colonienses se vistieron con
bombachas y alpargatas, incorporaron el asado a su gastronomía, el tango a sus
fiestas y el truco al ocio y reemplazaron el hábito del té alrededor del
samovar por el mate que tomaban amargo, endulzado con un terrón de azúcar en la
boca y que llamaban Zuckele o Kuie.
Esta es la historia de un pueblo que viene de los valles y bosques germanos y que pasaron por las estepas rusas para finalmente afincarse en las pampas argentinas, manteniendo la misma concepción urbanística, familiar religiosa, cultural y solidaria.
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