Las colonias/aldeas son nuestro hogar, nuestra patria
chica. En ellas nacemos, vivimos y quizás, la mayoría de nosotros también hemos
de descansar algún día. Cada uno de nosotros tiene su pasado, presente o futuro
ligado a la historia de nuestras queridas comunidades. Los ancianos tienen su
ayer; los adultos, su hoy; y los jóvenes su mañana.
Por lo tanto, nadie puede
soslayar su propia responsabilidad a la hora de juzgar y emitir opinión
respecto a la calidad de vida en la que estamos viviendo y desarrollando
nuestra existencia. Los ancianos, es justo y meritorio reconocerlo, ya hicieron
lo suyo: en el pasado invirtieron
esfuerzo y sudor sembrando en el arduo surco de la vida la semilla de la
fe, la esperanza y las realizaciones. Ellos merecen el descanso y nuestro
máximo respeto cuando emiten su opinión: los avala la experiencia y las obras
que nos legaron. Porque ellos, acertados o no, hicieron, y cuando no pudieron,
al menos lo intentaron. Siempre lo intentaron. Nunca se quedaron en la crítica
fácil ni en el conformismo del “no se puede” o “son tiempos difíciles”. Se
remangaron la camisa y se pusieron a trabajar. Sin tanta alharaca ni medios de
prensa alrededor para que los vean y aplaudan. Simplemente trabajaron por su
comunidad. Nada más y nada menos que eso. Y lo hacían porque lo consideraban su
deber y, por supuesto, su derecho. Un noble derecho al que nadie le escapaba.
Al contrario, era considerado un orgullo servir a la comunidad a través de sus
instituciones.
Y si los ancianos hicieron lo suyo, los
adultos y los jóvenes, que tanto nos quejamos del presente y futuro... ¿Ya
hicimos –o hacemos- lo nuestro? ¿Hicimos –o hacemos- algo más que opinar? Y si
todavía no hicimos nada... ¿Cómo vamos a tener un futuro mejor si no lo
construimos desde el presente? ¡Pero desde este presente, el hoy, el ahora!
Porque mañana ya es tarde. Es hoy cuando cada uno de nosotros tiene que poner
su granito de arena transformado en convicción, esfuerzo, desinterés, fe en lo
que se emprende, responsabilidad, constancia en los compromisos que se asumen,
solamente por la íntima y reconfortante sensación del deber cumplido y de ver
cómo crece y progresa la comunidad.
Solamente cuando cada uno de nosotros haya
asumido su papel en la historia cotidiana, tendremos el derecho de opinar. Y
aún en ese momento, tampoco tendremos la facultad de condenar lo que otros
hacen, porque ese es un derecho divino. A lo que sí tenemos derecho y más que
un derecho es un deber, es a aplaudir a todos esos valientes que, a pesar de
todo, se atreven a hacer y trabajar por las instituciones de su comunidad,
soportando estoicamente las maledicencias de los que hablan por hablar o de los
que, de tan sabios que son, sólo saben construir castillos en el aire,
levantando obras con palabras en una cómoda rueda de amigos.
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