“Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Hebreos 10:12)
Hermanas y hermanos: La palabra sacrificio proviene de las religiones, pero se ha instalado muy fuertemente en nuestro lenguaje y en la vida diaria. A todo el mundo se le piden sacrificios. ¿Y qué pasa si les digo que eso está mal, y que no es necesario ningún sacrificio?
Todas las religiones del mundo incluyen la idea de sacrificios. El ser humano quiere ir más allá de los límites de la vida, conseguir favores especiales, hacer méritos, trascender. Quiere perpetuarse en el tiempo, vencer a la muerte y también mostrar su agradecimiento. ¿Cómo lograr todo ello? Dando algo de sí mismo, renunciando a algo, representando una entrega.
Pero la cosa no se limita a las religiones. La vida cotidiana está llena de situaciones y actos que solemos calificar de sacrificios. Y ahí está la obra de Jesucristo por nosotros, su vida, muerte y resurrección; y también se habla de sacrificio. Como dice la carta a los Hebreos: Cristo ofreció una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados.
Pero lo más curioso y singular de ese hecho de Cristo es que contiene una rotunda inversión del concepto de sacrificio. El sacrificio de Cristo es para que no haya nunca más sacrificios. Cuando hablamos del sacrificio de Cristo, solemos pensar en su muerte. Esa fue el resultado de un montón de tensiones y conflictos. Conflictos entre la gente del campo y la de la ciudad; entre todo un movimiento que quería renovar la antigua fe y los que dominaban en la sociedad; entre una exigencia de honestidad y una mafia corrupta que manejaba la religión y la política; entre el anuncio del reinado exclusivo de Dios y los que defendían sus intereses; entre el perdón gratuito de Dios a todo pecador arrepentido y el negoción que se hacía con el perdón en el templo.
Y entonces lo crucifican a Jesús. Esa muerte de Jesús confirma la antigua opinión de que no hay relación alguna entre “buen comportamiento” y “suerte”. También el justo puede sufrir, y también el que sufre puede ser justo. Cuando los primeros cristianos comprendieron eso, comenzaron a hablar de la muerte de Jesús como del sufrimiento del justo. Entendieron la muerte de Jesús como muerte vicaria, como un sufrimiento en lugar de otros, un sacrificio a favor de otros y que crea las bases para una nueva comunión entre las personas y con Dios. Por eso afirmaban que Jesús murió por nosotros: el justo por los injustos, el perfecto por los pecadores, el honesto por los peleados, el puro por los mediocres y flojos.
Esto introdujo una comprensión totalmente diferente del sacrificio. Generalmente los sacrificios se hacen para apaciguar a una divinidad enojada, para conseguir beneficios de algún dios o para restablecer algún desorden. En cambio, en la nueva visión cristiana, no es el ser humano el que actúa sobre Dios, sino que Dios mismo actúa para que el ser humano abandone su enemistad contra el prójimo y contra Dios. No Dios, sino el ser humano debe ser transformado por ese sacrificio. No Dios, sino el ser humano debe superar su enojo y su agresividad. Dios entregó la vida de su Hijo para crear nueva vida con su resurrección. Por eso el Apóstol San Pablo puede decir que Dios mismo pide que nos dejemos reconciliar con él (2 Cor 5,20).
Este sacrificio es único e irrepetible. El “antisacrificio” de Jesucristo se opone a todo tipo de sacrificio. Directamente los elimina, porque elimina la necesidad de que haya sacrificios. En nuestro mundo supuestamente tan racional, con tantos cálculos, cifras, estadísticas y registros de ganancias y pérdidas, se hizo común hablar de sacrificios. En la década pasada los gobiernos de América Latina aplicaron un sistema económico fatal y pidieron sacrificios a todo el mundo. Pero los que más tenían, menos sacrificios tenían que hacer. Los sacrificios siempre los tenían que hacer los del medio y de abajo. Millones de criaturas de Dios fueron excluidas de toda posibilidad de trabajo digno, educación, salud, vivienda, cultura, seguro para la vejez.
Esto es macabro: exigir sacrificios a quienes más trabajan, para que los que menos hacen tengan más, y encima prometer que así algún día todos, tendrán mucho. Hoy ya sabemos que no fue así. El sistema es mentiroso, perverso y antihumano. Nadie tiene derecho a exigir sacrificios a los demás. Trabajo, esfuerzo, empeño, claro que sí; pero sacrificios, no.
El sacrificio tan único de Jesús nos ayuda a superar esa agresividad hacia los demás y sobre todo hacia los más débiles, hacia las víctimas y los indefensos. Nos ayuda a cambiar la agresividad por solidaridad; la dureza por la cordialidad; la distancia por el compromiso por el prójimo. Si lo ensayamos todos los días, siempre con la imagen de Jesús delante de nosotros, Dios mismo comenzará a bendecir nuestra vida con muchas ideas nuevas, con alegría y satisfacción. Amén.
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