Los olvidados
El Impenetrable se yergue con sus frutos: algarrobo, bosques, pájaros, alimañas. La gente vive de la marisca (la caza), sale con hondas a encontrar algún animal.
Los pequeños cubren con un trapo su desnudez y su inocencia. Están flacos como un junco que parece hundirse en la tierra, lentamente. No tiene más que unos pocos años. Esta noche dormirán en la choza junto a la docena de familiares. En el suelo. Ellos miran de frente, no como los mayores que saben de la vergüenza. Miran y parecen preguntar que es lo que le está pasando.
La choza rectangular, donde también duerme la vinchuca, de paredes de tronco desgarbados e inquietos y techo de ramas, está vacía. Siempre. La noche es suficiente para albergar tanta miseria. Hay un solo catre para la madre o el padre, según la ocasión.
Se duerme en el suelo de tierra apisonada. Sobre un tablón se ubican las prendas , los platos y cubiertos, y los restos de comida, si los hay. Los chicos corren a palos los perros hambrientos y sarnosos, juegan a ser grandes y a guerras inútiles. Andan descalzos. Sucios, los pies de un polvillo persistente y gris. La ropa es una mezcla de colores prestados, con remeras coloridas y estampadas con palabras tan extrañas como New York o Windsurf, obtenidos por ahí, de alguna forma, a veces a cambio de una changa o de la beneficencia de un samaritano. Muchos de ellos están huérfanos de escuela.
Las mujeres cuidan del hogar, hacen artesanías, son sufridas y tratan de comprender al hombre. Pero la vagancia no se tolera, tampoco el alcohol. Y aunque en el pueblo está el hospital municipal, se atienden primero por los “piogornak (curandero) y los partos muchas prefieren hacerlo en sus propias casas. Ya se ha perdido muchas de las costumbres antiguas y que de todos modos las conocen muy poco, porque los ancianos se niegan a contar las historias y leyendas. Las mujeres conservan la idea de no salir de la casa, reposar y no comer carne durante los días de menstruación.
Usan polleras de vistosos colores, batones, las más viejas. Casi todas entienden el castellano, pero no lo hablan. Solo los que alguna vez fueron a la escuela, las más jóvenes, aceptan conversar con el idioma de los blancos. Pero con reservas, porque entienden que la identidad del aborigen es su idioma, el último reducto cultural de la raza.
La familia está fuera de la choza, la mayoría rodeando la fogata de ramas y troncos y la olla donde el caldo de raíces se cuece en un color verde musgo. ¿Qué se hace? Nada. Se habla poco. Se mira al cielo, a las nubes, si las hay. La noche, la siesta. Se arregla, se limpia. Andan quietos.
Como todos los indios, cobijan en su rancho a todos sus descendientes, directos o indirectos. El espíritu del indio es compartir. A uno se le murió la mujer, pero le queda el consuelo de sus nietos, incluso el de una niña de un año de padre gringo desconocido. “Una entenada” dicen con una media sonrisa. Pero eso no le importa. Ella es su hija y los hijos de ella serán también sus hijos. Y eso pasa en la mayoría de las chozas, varias familias ampliadas, por la suerte de la vida comparten sus sueños y desdichas a la sombra del chañar.
Siempre creyeron en “Qarot” (Nuestro creador) y como pueblo recolector pedían a los espíritus dela aire, de la tierra, de los bosques o de la caza, la provisión de los elementos que le permitieran sobrevivir. Ahora esa religión se desintegrado y se han convertido al cristianismo. Aun así siguen desorientados. “En vías de extinción”. La religión se ha convertido en una especie de centro de la queja y la rogativa. Muchos van a las iglesias a descargar su llanto seco, su lamento milenario.
(Continuará)
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