Cuando el mundo
se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su
ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette
-hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo
escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o
del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las
pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la
casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que
vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no
podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín…
Las cosas no
eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para
hacer plantillas para las botas de goma, para pone r en el piso los días de
lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡¡¡Las veces que nos
enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!...
Y guardábamos
el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de
pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los goteros
de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los
fósforos usados porque podíamos prender una hornilla desde la otra que estaba
prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de
fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la
inscripción a mano en una sota de espada que decía 'éste es un 4 de bastos'…
Los cajones
guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Al
tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para
convertirse otra vez en una pinza completa. Yo sé lo que nos pasaba: nos
costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas
generaciones deciden “matarlos” apenas aparentan dejar de servir, aquellos
tiempos eran de no declarar muerto a nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!...
Y cuando nos
vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron:
“Cómase el helado y después tire la copita”, nosotros dijimos que sí, pero,
¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los
vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y
hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos
de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las
tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices
y los corchos esperaron encontrarse con una botella…
Y me muerdo
para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que
preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no
sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta
la amistad son descartables. Pero no
cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no
hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va
tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no
voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron
perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas
empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más
nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que
valoran más a los lindos, con brillo, pegatina en el cabello y glamour...
Esto sólo es
una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si
mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la “bruja”
como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo
de que la 'bruja' me gane de mano y sea yo el entregado…
Ayúdenme, me
caí del mundo y no se por donde se entra...
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